Antonella Arrieta es docente en Facultad de Ciencias, colabora con CICEA y estudia la relación entre los vínculos tempranos, la respuesta emocional y el desarrollo de la empatía. | |
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Leonel Gómez es coordinador de CICEA y trabaja en el laboratorio de Neurociencias en la Facultad de Ciencias. | |
Annabel Ferreira es docente libre de Facultad de Ciencias, colabora con CICEA y estudia las bases fisiológicas del comportamiento maternal. |
Integrarse al mundo social requiere el desarrollo de ciertas habilidades para interactuar con otros y establecer vínculos duraderos. Adquirir estas habilidades permite a los niños un pasaje más placentero desde el entorno familiar a la vida social. Venimos equipados con las piezas de un detector natural de emociones y es mediante la interacción con otros que este detector se desarrolla y perfecciona. Una de las habilidades que posibilita este detector de señales sociales es la capacidad de identificar el sentimiento del otro en un determinado momento y reaccionar con una emoción apropiada. En otras palabras, se trata de la capacidad de experimentar respuestas emocionales y comportamentales ante el estado afectivo de otra persona, que permitan mitigar ese sentimiento (en caso del sufrimiento) o potenciarlo (en caso de la alegría) [1]-[4]. Esta habilidad no es otra cosa que la empatía.
A pesar de las diversas puntualizaciones que los autores han realizado en relación a los distintos componentes de la empatía, es posible identificar al menos dos elementos claves [6][7]. El primero de ellos es el afectivo, explícito en la capacidad de experimentar una emoción apropiada en respuesta a la de otro individuo. Esto es posible a través de cambios en nuestra fisiología que de algún modo nos indican la emoción que experimentamos. Recordemos a Simba y sus esfuerzos sin éxito por despertar a Mufasa; la profunda angustia e ingenuidad de este personaje supo generar una serie de cambios transitorios en la fisiología de toda una generación de espectadores. Contracción de los músculos de la laringe, disminución de la frecuencia cardiaca y secreción de las glándulas lacrimales, no son más que las señales de la tristeza al empatizar con este icónico felino animado. El segundo es el elemento cognitivo, involucrado en el reconocimiento del estado del otro y sus causas. Esta identificación posibilita la planificación de una acción apropiada para reconfortarlo o felicitarlo. En el ejemplo de nuestro querido personaje de Disney, el espectador comprende que Mufasa ha fallecido, y que ese evento es la causa del enorme sentimiento de pérdida y desolación de Simba. Y así, en este contexto, muchos espectadores no solo sienten la misma tristeza de Simba sino que se ven impulsados a consolar al personaje.
En situaciones donde las sociedades atraviesan momentos críticos como sucede durante una guerra, catástrofes naturales o en el ejemplo más reciente, el caso de la pandemia de COVID-19, el término “empatía” suele intercambiarse por “solidaridad”. Sin embargo, el concepto de empatía es mucho más profundo y abarcativo que simplemente “trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti”, y antecede al origen ya no de nuestra sociedad, sino de nuestra especie. Esta habilidad estaría presente, aunque en distintos grados, en diversas especies de mamíferos. Varios autores argumentan que la capacidad de los individuos de percibir los estados emocionales de los demás, y actuar en consecuencia, es indispensable para la supervivencia de grupos sociales de mamíferos y la formación de vínculos duraderos entre co-específicos [7]-[9]. En este sentido, la reconocida filósofa de la neurociencia Patricia Churchland plantea que, tanto la atracción biológica que siente una madre por individuos frágiles y desprotegidos como la atención que estas crías despiertan en el grupo, fundarían las bases de la empatía que luego posibilitaría la formación de los vínculos sociales. Varios autores comparten y refuerzan esta idea [10]-[14].
El cerebro maternal debe ser capaz de sensar los estados afectivos y fisiológicos de la cría para atender a sus demandas y, de esta manera, asegurar la supervivencia de las mismas. Detengámonos en este aspecto. En algún punto en la evolución del sistema nervioso de reptiles, aves y mamíferos se establecen los mecanismos neurobiológicos que permitirán la consolidación de los circuitos del comportamiento maternal. Como resultado de esta especialización, las señales provenientes de la cría (las vocalizaciones, el olor, el tacto y las expresiones faciales) tienen como consecuencia un efecto organizacional en la corteza sensorial de la madre activando circuitos cortico- límbicos [15]-[18]. Las señales de las crías, en particular las olfativas, activan también regiones hipotalámicas que “orquestan” el cuidado maternal y favorecen el establecimiento del vínculo duradero [19]. Una de estas regiones es el área preóptica media, una estructura clave en el inicio y mantenimiento del comportamiento maternal en muchas de las especies de mamíferos que han sido estudiadas (rata, oveja e incluso en la humana)[20]-[22]. Las neuronas que se encuentran en esta estructura envían proyecciones a otras regiones como la amígdala y la ínsula, implicadas en la generación de emociones como el miedo y la alegría y en la codificación de la valencia emocional del estímulo que se recibe [23]. Las proyecciones de neuronas de otras regiones del hipotálamo también se extienden hacia el núcleo accumbens y la corteza prefrontal, que tienen un rol esencial en los comportamientos motivados de búsqueda de recompensas y en el placer de obtener una meta deseada [24]. Estas mismas estructuras se encuentran conservadas en todos mamíferos, e incluso algunas están presentes, o tienen su análogo, en aves y reptiles [25]-[27]. Desde esta perspectiva, la empatía tendría sus raíces muy profundas en nuestra historia evolutiva, posibilitando en cierta medida, la emergencia de complejos procesos de relacionamiento social como los que se observan entre una madre y su cría o entre individuos del mismo grupo social.
Aunque este trasfondo nos da indicios acerca del origen de esta habilidad, lo cierto es que aún quedan varias interrogantes por responder. Los científicos han identificado numerosas áreas del cerebro asociadas a la empatía (“Cerebro Empático” o “red de empatía ”), muchas de las cuales también se encuentran implicadas en el comportamiento maternal y en otras conductas sociales (Fig. 1) [28]-[30], pero aún resta conocer los detalles de los procesos neurobiológicos que subyacen esta habilidad, los factores que la influyen y el grado en que lo hacen.
Fig. 1. Red empática y su relación con el cerebro maternal. La red de empatía (en tonos violetas) incluye la corteza cingulada dorsal anterior (ACC), la ínsula anterior (AI), y el área motora suplementaria (SMA), que se activan ante el dolor físico y la angustia emocional de los demás. Estas áreas están compartidas con el cerebro maternal. Se resaltan otras estructuras claves (en anaranjado) como el Nucleo Accumbes (Nacc), el hipotálamo (HT) y la amígdala (AMG). En el esquema se representan (flechas) algunas de las conexiones principales entre las áreas. Modificado de Feldman 2015; Trends in Neurosciences [31].
Uno de los grandes desafíos del trabajo en esta área consiste en cuantificar de manera precisa la empatía. El avance de las técnicas imagenológicas, como la resonancia magnética funcional, que permite medir la actividad del cerebro al detectar cambios asociados al flujo sanguíneo, ha permitido explorar con mayor detalle las áreas implicadas en las respuestas empáticas. Distintos modelos neurobiológicos sobre las emociones también han sido un sustrato fundamental para avanzar, permitiendo abordajes más operacionales de la empatía. Un ejemplo de ello es el modelo de percepción-acción, que propone que la percepción del estado emocional de otro individuo provoca, de manera inconsciente y automática, representaciones internas relacionadas a dicho estado o situación [32]. Este modelo relaciona las respuestas empáticas con las respuestas controladas por el sistema nervioso autónomo, como la actividad cardiovascular, o más específicamente la variabilidad de la frecuencia cardíaca (VFC), considerada un índice de la actividad parasimpática [33]-[36]. En resumen, los investigadores son capaces de cuantificar y analizar la empatía a través de la medición de la actividad neuronal, los indicadores fisiológicos o los cambios comportamentales que exprese el sujeto (expresiones faciales, vocalizaciones, movimientos) [37]-[39]. En este sentido, es muy frecuente el uso de modelos experimentales diseñados para evaluar respuestas de empatía frente a una situación que emula dolor, ya sea a través de la presentación de imágenes de accidentes domésticos (como golpearse el dedo chiquito del pie) o de la observación de un sujeto que, de manera presencial, simula sentir dolor [40]-[43]. Este último modelo ha sido adaptado para edades más tempranas por Zahn-Waxler y colaboradores y permite evaluar de las respuestas comportamentales de los niños frente al dolor fingido de otra persona [44].
Una de las interrogantes que permanecen sin respuestas es en qué momento de nuestra vida surge esta habilidad. Los científicos que intentan responderla centran sus investigaciones en niños pequeños. Algunos estudios reportan que entre los 14 y 18 meses de edad, los niños comienzan a mostrar la intención de reconfortar a otros y, a los dos años, comparten un recurso u objeto con ese fin. A través de comportamientos empáticos orientados a reconfortar a la persona o consolarla, los niños evidencian su motivación por aliviar el sufrimiento del otro sin que exista una recompensa que explique esta conducta [45]-[47]. Podría decirse entonces que estamos “programados” para desarrollar comportamientos empáticos, sin embargo los niños expresan respuestas empáticas muy variables. Estas diferencias individuales en el grado de expresión de la empatía podrían estar asociadas al vínculo madre-hijo.
En todas las especies de mamíferos estudiadas madres e hijos regulan, a través del vínculo, sus ritmos biológicos. Esta experiencia organiza el desarrollo de los hijos así como los sistemas neuronales que modulan la respuesta al estrés, el ritmo cardíaco y la temperatura corporal, entre otros [48]-[52]. En este sentido, algunas investigaciones han reportado una asociación positiva entre la sensibilidad maternal (capacidad de percibir e interpretar las señales del hijo y responder a ellas adecuadamente) y la empatía de sus hijos [53]-[57]. Sin embargo, la propia sincronía bio-comportamental y la sensibilidad diádica no han sido evaluadas en relación al desarrollo temprano de la empatía. El primer elemento refiere a la coordinación de los procesos biológicos y los comportamientos asociados durante o inmediatamente luego del contacto social [58]-[60]. Esta sincronía ocurre entre un cuidador y su hijo a distintos niveles: comportamental, autonómico, endocrino y neural. De esta manera, a través de la proximidad, el calor y el tacto, la sincronía bio-comportamental impacta profundamente en los sistemas fisiológicos inmaduros del niño, regulando la secreción de neurohormonas (como el cortisol y la oxitocina, entre otros), la frecuencia cardiaca, el sueño e incluso influye en los patrones de activación neural [61]-[64]. Esta sincronía, como se mencionó anteriormente, es fundamental para moldear la propia fisiología del niño. El segundo elemento, la sensibilidad diádica, estrechamente relacionada a la sincronía social, involucra el uso de los canales visual, vocal, corporal y afectivo para incrementar el confort y la atención del niño. Este elemento, a diferencia de la sincronía bio-comportamental, permite garantizar las necesidades psico-emocionales básicas del bebé, como sentirse aceptado, protegido y amado, al mismo tiempo que refuerza los comportamientos sensibles de la madre [65]-[67]. Tanto la sincronía bio-comportamental como la sensibilidad diádica, son factores que podrían estar profundamente asociados al desarrollo de los comportamientos empáticos en edades tempranas ya que informan sobre el vínculo interpersonal y permiten la comunicación precisa y fluida, incluso cuando las señales no son verbales.
La acumulación de evidencia que señala el peso de las características del ambiente educativo en la primera infancia, ha hecho que los actores de la comunidad educativa pongan mayor énfasis en la calidad de las experiencias cotidianas de estudiantes y docentes en las escuelas. La generación de instrumentos como el INCA-EI permite una caracterización de las condiciones y las potencialidades de los espacios destinados al proceso de enseñanza aprendizaje y las interacciones que se generan en el mismo. Además, permite evaluar el impacto de estos sobre el desarrollo cognitivo y socio-emocional de los estudiantes, y constituye un avance en el intento de generar puentes de comunicación entre actores docentes e investigadores. La evaluación sistemática de la calidad, en el fondo, promoverá que las familias, de todos los contextos socioeconómicos por igual, accedan progresivamente a servicios de mayor calidad.
La mayoría de las investigaciones enfocadas en la emergencia de las respuestas empáticas se realizan principalmente a partir de los dos años de edad. Los estudios en edades más tempranas son escasos, en parte debido a la complejidad en la detección de los elementos que constituyen esta habilidad. Sin embargo, en los primeros meses de vida se han identificado algunos elementos asociados al contagio emocional, un fenómeno estrechamente asociado a la empatía. Por ejemplo, se ha reportado extensamente que los recién nacidos lloran en respuesta al llanto de otro bebé y que a los pocos días luego del nacimiento son capaces de mostrar expresiones faciales de alegría, interés, disgusto o angustia en respuesta a las emociones de otros, principalmente frente a sus padres o cuidadores [68]-[70]. Posteriormente, conforme madura su sistema nervioso y su desarrollo avanza, se establecen componentes más complejos que podrían estar asociados al aspecto cognitivo de la empatía [71]-[73]. Un ejemplo de este desarrollo se observa a los seis meses de edad, cuando los bebés son capaces de distinguir entre interacciones positivas y negativas de figuras geométricas, y a los diez, cuando prefieren personajes que han recibido agresión frente a los agresores [74]-[76]. A pesar de la presencia de estos elementos, poco se sabe acerca de la emergencia de las respuestas empáticas reportadas para niños más grandes. Podría pensarse que estos elementos “precursores” de la empatía son entonces algunas de las piezas del sensor con el que venimos equipados desde el nacimiento y que se ensamblan de manera paulatina alrededor del año de edad. Este ensamblado estaría fuertemente influido por el vínculo madre- hijo, como si se tratase de un escultor tallando una pieza única. El artista no es ajeno a su obra, por el contrario, está en estrecha comunicación con la misma y es mediante este diálogo que emerge la pieza final.
Este último enunciado constituye la hipótesis de nuestro trabajo de investigación que busca identificar qué componentes de la empatía comienzan a emerger, se desarrollan e integran entre los 11 y 15 meses de edad. Nos proponemos además determinar la posible asociación, sugerida por trabajos previos [77], entre la sincronía bio-comportamental y la sensibilidad diádica con el desarrollo de las respuestas empáticas, en edades tempranas, mediante un modelo de dolor fingido. Comprender cómo estos elementos del diálogo entre una madre y su hijo influyen en el desarrollo de la empatía, podría contribuir a facilitar la futura integración del niño al mundo escolar y social.
* Figura de portada de Guatam Arora disponible en Unsplash
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4 comentarios. Dejar nuevo
Excelente!!!!
gracias por compartir tan excelente articulo!!!!
Ay qué brutal! No solo me interesa a nivel académico sino como madre. Cuando se habla de la madre es en relación a quien cumple ese rol?
Gracias por este gran aporte
Excelente